La Iglesia en la Restauracion 2

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La Iglesia en la Restauración

5.1. Introducción y objetivos

En este tema, vamos a tratar el periodo de la Restauración de la monarquía borbónica (1875-1931). Es el periodo más largo de todos los que estudiamos en el curso, y eso ya nos da una indicación de que fue un periodo de relativa estabilidad, en el que la Iglesia pudo desarrollar su labor, no sin dificultades, pero con mayor libertad que en muchos de los periodos que hemos visto anteriormente.


En este quinto tema nos proponemos los siguientes objetivos:


  • Hacer un balance del estado de la Iglesia en el comienzo de la Restauración.
  • Recorrer los distintos pontificados que se sucedieron en este periodo, fijándonos en algunos hechos relevantes en relación con la Iglesia española.
  • Mostrar algunas dificultades a la evangelización que aparecieron.
  • Tratar algunas cuestiones particularmente delicadas en torno a la relación Iglesia-Estado.
  • Presentar iniciativas novedosas e importantes de la Iglesia en este periodo.
  • Mencionar algunos pensadores católicos, así como dar algunas pinceladas sobre la relación que tuvieron con el catolicismo los de la generación del 98.


5.2. Situación de la Iglesia al comenzar el periodo

Para empezar, demos algunas pinceladas acerca de la situación del catolicismo en España al acabar la fallida experiencia de la I República, con la llegada de Alfonso XII al trono en 1875.


Dado lo convulso de los años del sexenio revolucionario, no disponemos de los datos estadísticos que sí teníamos en otros periodos. Podemos suponer que los números, en lo que al clero secular se refiere, no serían muy distintos a los de seis años antes pues, si bien durante la revolución hubo tumultos y ataques a templos y sacerdotes, no podemos hablar de exilios masivos o matanzas generalizadas de sacerdotes, como en otros periodos que estudiamos, que afecten significativamente a los números.


Por lo que se refiere a los religiosos, ya vimos cómo la legislación antirreligiosa de la revolución dio al traste con la débil recuperación que empezaban a experimentar las órdenes después de las desamortizaciones y, si bien legislaciones posteriores mitigaron ese golpe, la situación era necesariamente precaria en cualquier caso. Las religiosas, que no habían sido tan perjudicadas por las medidas legislativas, habían sido víctimas de los tumultos anticatólicos en diferentes partes de España, con lo que se habían perdido bastantes conventos (Martí Gilabert 2007).


Recordamos también el gran auge fundacional que había experimentado la Iglesia en la segunda mitad del reinado de Isabel II, y que había incluso continuado durante el sexenio, en lo que a instituciones de educación, caridad y asistencia se refiere. Todo esto en medio de una situación de penuria económica para la Iglesia, a todos los niveles, afectada por las desamortizaciones y la crisis general. Más allá de que en algunos lugares la revolución hubiera perjudicado esas obras, el espíritu emprendedor de la Iglesia para esa clase de iniciativas estaba muy vivo, como se demostraría a lo largo de los años del régimen de la Restauración.


En el aspecto moral, existía una fuerte unión con el pontífice reinante en aquel momento, Pío IX, compartida por pueblo, clero y obispos. En sus relaciones con el poder político, la Iglesia había acatado oficialmente la multitud de diferentes regímenes que se habían sucedido abruptamente en el espacio de seis años, pero los católicos en general veían con buenos ojos la restauración monárquica. Algunos de ellos simpatizaban con la causa carlista, que había estado a punto de triunfar militarmente en los últimos años del sexenio. Pero, por lo general, los sacerdotes se habían inmiscuido poco en la política, estaban más bien dedicados a sus tareas propias.


Por lo que se refiere al perfil moral del sacerdote, son interesantes las caracterizaciones que hacen de ellos los escritores de final del siglo XIX; hablaremos de ello más adelante en este mismo tema. Lo que sí podemos decir ahora es que, dado lo precario de la situación en la que tuvo que desenvolverse la Iglesia durante las décadas anteriores, los seminarios no habían ofrecido una buena formación doctrinal, humana ni espiritual. Por ese motivo, cundía una cierta ignorancia y relajación moral entre el clero de finales del XIX, perceptible sobre todo en los sacerdotes más jóvenes (Cárcel Ortí 2002, 364-65; Sala Balust y Martín Hernández 1966, 140-41).


En cuanto a los laicos, recordamos cómo había entrado con fuerza entre ellos el fenómeno asociativo. En el tema anterior hablamos de algunas de esas asociaciones, principalmente las que tenían que ver con la acción en el campo social, el caritativo y el apostólico. Pero también se crearon muchas otras de índole piadosa, como congregaciones y cofradías. Por contraste, también se habían formado en el pueblo español núcleos de un acerbo anticlericalismo, de los que hablaremos más adelante en este tema.


La libertad de cultos había permitido el establecimiento de comunidades protestantes. Se temía que alcanzaran cierta difusión, sobre todo en Andalucía, donde se juntaba la falta de formación cristiana del pueblo, que había sido causada por la supresión de las órdenes religiosas, con el carácter voluble y curioso de las gentes (Cárcel Ortí 1984, 108-21). Sin embargo, la realidad es que pocos se pasaron al protestantismo, y en muchas ocasiones asistían a sus reuniones por mera curiosidad sin abandonar sus creencias católicas. Los testimonios de la época nos dicen también que algunos clérigos disconformes se hacían protestantes para evitar la autoridad de sus obispos (Vilarrasa 1875, 530).


Al finalizar el sexenio revolucionario, el clero secular estaba bien nutrido en cuanto al número, pero con carencias en la formación doctrinal, moral y espiritual.


Los religiosos habían prácticamente desaparecido, los templos habían sufrido ataques, y las religiosas habían perdido bastantes conventos.


A pesar de la pobreza, abundaban las iniciativas de creación de instituciones educativas, caritativas y asistenciales. Había fuerte unión con el Papa, y en lo político se acataba cualquier régimen pero se miraba con particular agrado a la monarquía.


5.3. Los pontificados durante la Restauración

El periodo histórico conocido como la «Restauración» es largo, duró 56 años. A lo largo de ellos, se sucedieron cinco diferentes pontífices. Vamos ahora a caracterizar los rasgos principales de cada uno de ellos, fijándonos sobre todo en su relación con España. Obviamos a Pío IX, que fue el papa encargado de acoger el nuevo régimen, porque ya lo hemos tratado en el tema anterior. Hablaremos, por tanto, de León XIII, Pío X, Benedicto XV y Pío XI.


5.3.1. León XIII

El pontificado de León XIII fue bastante largo (1878-1903), pero sobre todo fue muy fecundo en la creación de nuevas iniciativas llamadas a contrarrestar la secularización de la sociedad, que ya se había hecho muy patente. Podemos caracterizar el pontificado de León XIII como una renovación eclesial a diversos niveles.


Uno de los campos en los que aparece esta revitalización es el ya mencionado del asociacionismo católico, que comenzó durante el pontificado de Pío IX, pero en el de León XIII siguió cobrando fuerza. Sorprenden particularmente los números de las asociaciones obreras que, a finales del siglo XIX, contaban en España unos 80.000 afiliados. Por contraste, y para hacerse una idea de la evolución posterior, en las mismas fechas la UGT, el sindicato del partido socialista, no llegaba a 4.000 afiliados (Cárcel Ortí 2002, 418). En la asignatura «La Iglesia ante la secularización» hablamos más extenso de las asociaciones obreras, que tuvieron un gran crecimiento tras la encíclica de León XIII Rerum novarum (Carballo López 2017). Las asociaciones católicas desarrollaron una intensa actividad durante la Restauración en otros muchos ámbitos, como explicamos en el tema anterior y también en el tema correspondiente de «La Iglesia ante la secularización».


Sin embargo, esta actividad no tuvo un reflejo en el campo político. El motivo principal fue la división y enfrentamiento que existía entre los católicos, por un lado los «alfonsinos» representados por Cánovas, y por otro los tradicionalistas, que a su vez estaban divididos y enfrentados en «mestizos» representados por Pidal, e «integristas» representados por Nocedal. En la asignatura «La Iglesia ante la secularización» hablamos más en detalle de este enfrentamiento, que requirió la intervención papal para pedir que se eliminasen las discordias internas y se unieran las fuerzas de los católicos en pro de un fin común, sin lograr su objetivo. Por su parte, las fuerzas liberales y socialistas hacían uso de las instituciones políticas para llevar adelante su agenda (por usar un término contemporáneo), mientras los católicos estaban absorbidos por sus luchas internas.


Es cierto que no era fácil dar con una solución adecuada al dilema entre las exigencias del catolicismo, que de suyo no está vinculado a ninguna forma política, sino que ofrece unos principios morales que pueden ser realizados de diferentes formas concretas, con el régimen político liberal que, si bien en teoría podría compatibilizarse con los principios católicos, en la práctica iba siempre teñido de los principios del racionalismo, la autonomía moral del individuo y el indiferentismo religioso. Ese será el tema que tratará León XIII en su encíclica Libertas praestantissimum (1888) en la que, tras discernir cuál es el concepto verdadero de libertad y prevenir contra las falsas concepciones que se presentan bajo el nombre de «liberalismo», concluye que «no está prohibido en sí mismo preferir para el Estado una forma de gobierno moderada por el elemento democrático, salva siempre la doctrina católica acerca del origen y el ejercicio del poder político» (León XIII 1888, párr. 32). Pero, en aquel momento, los católicos españoles no fueron capaces de llevar adecuadamente este principio general a la práctica.


La Restauración trajo consigo una mayor apertura al desarrollo de las congregaciones religiosas. Durante el gobierno del partido conservador de Cánovas, prácticamente se eliminaron las barreras para ese desarrollo, al amparo del texto del concordato que, además, se interpretaba de manera amplia (como se diría en lenguaje coloquial, «se hacía la vista gorda» con frecuencia). Cierto es que, en 1875, la mayoría de ellas tenían que partir prácticamente de cero, pero poco a poco fueron restableciendo en España noviciados, casas de estudio, centros de caridad y enseñanza, etc. A esto se uniría, en los años siguientes, la llegada de un gran número de congregaciones extranjeras de reciente fundación, dentro de esa explosión fundacional que experimentó la Iglesia en la segunda mitad del XX. Tantas fueron que, a principios del siglo XX, el gobierno liberal limitará la entrada de nuevas congregaciones, como veremos después.


El retorno de los religiosos trajo consigo una importante mejora en la altura intelectual de la teología española, que en ese momento estaba en un nivel ínfimo. Las órdenes más destacadas en este aspecto fueron los dominicos, que impulsaron el renacimiento tomista del que luego hablaremos, los agustinos que fundaron revistas como «La ciudad de Dios», y los jesuitas, con obras como el Seminario Pontificio de Comillas que pronto se convertiría en Universidad Pontificia. El ejemplo de un papa intelectual promovió también la mejora de la enseñanza teológica en las instituciones dependientes de los obispos. Varias de esas instituciones de enseñanza superior eclesiástica serían constituidas universidades pontificias por León XIII, como la de Salamanca, la de Granada o la de Toledo. Favoreció también la creación de un Colegio Español en Roma. Todas estas medidas.


5.3.2. Pío X

El pontificado de Pío X (1903-1914), tuvo un impacto significativo en la vida religiosa y social de España, consolidando aún más la relación entre la Iglesia Católica y el Estado en un período crucial de la historia española. Pío X es especialmente recordado por su énfasis en la renovación espiritual y la defensa de la ortodoxia católica, aspectos que encontraron un eco favorable en España. Puede decirse que el estilo llano y directo de Pío X conectó mejor con el catolicismo español que la intelectualidad de León XIII.


Uno de los aspectos más notables del pontificado de Pío X fue su enfoque en la participación de los laicos en la vida de la Iglesia. Su decreto Quam Singulari de 1910, que permitía la Primera Comunión a niños más jóvenes, tuvo un impacto directo en la vida religiosa de las familias españolas, fomentando una devoción más temprana y profunda al sacramento de la Eucaristía. Esto no solo fortaleció la vida espiritual de los individuos, sino que también contribuyó a cimentar el papel central de la Iglesia en la sociedad española.


Otro elemento clave del pontificado de Pío X fue su combate contra el modernismo teológico, del que ya hablamos en la asignatura «La Iglesia ante la secularización». En España, la publicación de Pascendi Dominici Gregis (1907) marcó una línea en las universidades pontificias y seminarios, que aún buscaban consolidarse tras el impulso que les había dado León XIII.


Por otra parte, la impronta fuertemente jerarquizada y el valor de la autoridad, que fueron características del pontificado del papa Sarto, también hallaron resonancia en la Iglesia española: por un lado, porque la tendencia integrista aún tenía mucha fuerza y, por otro, porque el giro anticlerical que tomó el gobierno de Sagasta al comienzo del siglo XX favoreció el sentido de militancia y resistencia en las filas católicas españolas (García-Villoslada et al. 1979, V:305-6). En este ambiente, la firmeza de Pío X en la defensa de los valores y enseñanzas católicos sirvió de apoyo moral y espiritual para aquellos que buscaban preservar la influencia positiva de la Iglesia en la sociedad.


Al respecto, cabe decir que la división de los católicos españoles, que venía arrastrándose desde el pontificado de León XIII, seguía aún sin resolverse. A principios del siglo XX, la polémica se centraba entre el ya mencionado periódico integrista, El siglo futuro, y la revista de los jesuitas Razón y fe (Cárcel Ortí 1989). El núcleo del conflicto estaba en que los integristas aspiraban a realizar el bien mayor, el del Estado plenamente confesional, que identificaban con la monarquía absoluta, y criticaban a los que, dentro de las circunstancias, se conformaban con el bien posible o el mal menor, aceptando la forma de estado liberal. El Papa escribió, como ya hiciera su antecesor, una carta a los católicos españoles con el fin de zanjar estas divisiones, Inter catholicos Hispaniae (1906). Iría seguida de una serie de normas de conducta para los católicos y los obispos, y de algunas medidas como la de retirar al nuncio Vico (a petición del propio rey Alfonso XIII), que favorecía al bando integrista. El núcleo de las argumentaciones del Papa era que ambas posturas (las de los integristas y las de los posibilistas) eran aceptables para un católico, y que no debían dedicarse a la polémica entre ellos sino a unir fuerzas trabajar en el campo político y social, donde las fuerzas contrarias a la religión y a la sociedad estaban logrando grandes avances. De manera particular, en el caso de las elecciones, declaraba que los católicos debían apoyar al candidato que mejor miraría por los intereses de la religión y la patria. A pesar de los esfuerzos de la Santa Sede, la división no terminó de resolverse, y seguiría afectando a laicos, clero e incluso obispos.


Otra iniciativa para unir las fuerzas de los laicos en pro de la evangelización de la sociedad fueron las llamadas «ligas católicas», promovidas por el arzobispo primado de Toledo, el cardenal Ciriaco Mª Sancha (1833-1909), con los objetivos de defender los intereses de la Iglesia en la política, fomentar la acción social católica y la caridad y, sobre todo, la educación y formación cristiana del pueblo. Despertaron muchas esperanzas entre la clerecía y el laicado, pero les faltó aliento creador para concretar las buenas intenciones en proyectos verdaderamente eficaces. También en el pontificado de Pío X se fundó la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, por el P. Ayala y el joven laico Herrera Oria. El impacto de esta asociación sería limitado durante la Restauración (en parte por las fuertes críticas y oposiciones que encontró, en el mar), pero jugaría un papel clave durante la II República. Hablamos más sobre esta asociación en la asignatura «La Iglesia ante la secularización».


5.3.3. Benedicto XV

La llegada al pontificado de Benedicto XV (1914-1922), un Papa de talante conciliador, preconizaba una mejora en el entendimiento entre la Iglesia y el Estado en España. Su enfoque diplomático y su interés en cuestiones sociales resonaron con sectores significativos del clero y los fieles. Además, su experiencia previa en España y su simpatía hacia el país fortalecieron su popularidad entre los españoles. Sin embargo, las expectativas no llegaron a materializarse de manera significativa.


Por otra parte, la volatilidad de la época se reflejó en la relación entre la Iglesia y la sociedad española. Un día podría haber una huelga general y al siguiente una consagración al Sagrado Corazón de Jesús. Esta oscilación entre momentos de fervor religioso y tensiones sociales y políticas muestra la complejidad de la relación Iglesia-Estado en este periodo. Durante este tiempo, España estaba sumida en una serie de tensiones políticas y sociales exacerbadas por la Primera Guerra Mundial. Aunque la «cuestión religiosa» fue temporalmente relegada debido a preocupaciones más urgentes, las tensiones subyacentes entre la Iglesia y el Estado seguían presentes. La Iglesia española, en particular, enfrentó momentos cruciales relacionados con el sindicalismo y otros movimientos sociales.


Otro acontecimiento importante de este pontificado fue la constitución de la «Junta de Metropolitanos» en 1921, que contaba con representación de todos los obispos españoles, y en cierto modo sería la precursora de lo que hoy es la Conferencia Episcopal. Los obispos tomaron conciencia de la necesidad de organizarse para una acción conjunta, ante los crecientes retos que ofrecía la sociedad.


Por último, reseñar que en 1919, dentro de ese ambiente que caracterizó este pontificado, de apertura a las necesidades sociales y a la participación en las estructuras del estado democrático, apareció la Democracia Cristiana, un pequeño grupo de intelectuales reunidos en torno a Severino Aznar (1870-1959). El grupo de la Democracia Cristiana buscaba promover la justicia social y la autonomía de las clases populares por obra de ellas mismas, en contraposición al paternalismo prevalente en la acción social de la Iglesia en España. Sin embargo, su enfoque fue criticado por ser considerado «liberal» y hasta «socialistoide» por los sectores más conservadores. La Santa Sede, preocupada por evitar divisiones, pidió a los obispos españoles que examinaran el caso. Aunque no encontraron errores doctrinales en el grupo, sí notaron una tendencia hacia la autonomía con respecto a la jerarquía, que preocupaba a la autoridad eclesiástica. El grupo tuvo una vida corta y limitada en su impacto. Intentó formar parte de un partido más amplio, el Partido Social Popular, pero la iniciativa fracasó con el golpe militar de 1923.


El fracaso de estas iniciativas puede verse como un reflejo de la tensión entre la necesidad de modernización social y la resistencia al cambio dentro de la Iglesia y la sociedad españolas.


5.3.4. Pío XI

Si bien el pontificado de Pío XI (1922-1939) se caracteriza, sobre todo, por ser el que correspondió con la II República y la guerra civil española, también podemos reseñar algunos elementos importantes que se tuvieron lugar durante la Restauración.


El primero de ellos fue la expansión de la Acción Católica, uno de los grandes proyectos del pontificado de Pío XI. La Acción Católica Española (ACE) fue impulsada en España por Claudio López Bru, Marqués de Comillas, y Ángel Herrera. Surgió en el contexto favorable de la dictadura del general Primo de Rivera, lo que la Iglesia utilizó para organizar su estructura y métodos de formación. Se adoptó el modelo italiano para sus estatutos y se establecieron juntas diocesanas y parroquiales para coordinar actividades. El cardenal Segura, jugó un papel clave en la consolidación de la ACE, fundando su Boletín Oficial en 1928 y organizando eventos nacionales para fortalecer el movimiento.


Hubo también esfuerzos por modernizar la Iglesia y aumentar su presencia en la sociedad. El más destacable fue la «gran campaña social» en 1922, iniciativa que surgió de parte de Ángel Herrera Oria y el periódico El Debate, y fue promovida inicialmente por los obispos. Buscaba una acción combinada en la enseñanza para formar líderes católicos, en el mundo del trabajo para formar sindicatos católicos, y en la promoción de la prensa y propaganda católicas. También quiso instruir una obra patriótica para paliar la grave crisis de la guerra de Marruecos, y realizar una colecta en favor de los niños de Rusia y Europa central. Pero esta iniciativa, al igual que otras similares, fracasó por la apatía y el encerramiento en intereses personales, tanto de la gente de Iglesia (que debería haber financiado y apoyado la campaña), como del gobierno y el mismo rey, que temían la creación de un partido moderno «de derechas».


Durante la Restauración, los intentos de modernizar la Iglesia española dieron poco fruto, en gran medida por las divisiones, la falta de creatividad, la intransigencia de los integristas, y la falta de sentido social de gran parte de la Iglesia.


En el pontificado de León XIII, destacaron el desarrollo de las congregaciones religiosas, el auge del asociacionismo católico, y la mejora de la formación en los centros teológicos.


En el pontificado de Pío X, tuvo lugar una renovación espiritual, sobre todo eucarística, y se intentó la creación de las «ligas católicas».


Durante el pontificado de Benedicto XV, hubo expectativas de mejora en las relaciones Iglesia-Estado en España, pero las tensiones sociales y políticas del momento limitaron los avances. La aparición de la Democracia Cristiana reflejó un intento de modernización y respuesta a los desafíos sociales, aunque tuvo poco impacto.


Durante el pontificado de Pío XI, la Acción Católica Española se expandió significativamente. A pesar de estos esfuerzos y de iniciativas como la «gran campaña social» de 1922, la modernización de la Iglesia enfrentó obstáculos como la apatía institucional y la resistencia política.


5.4. Dificultades a la evangelización

En el apartado anterior, junto con los logros y avances de la Iglesia, hemos mencionado también algunas de las dificultades y resistencias internas que encontró el desarrollo de su labor evangelizadora y su adaptación a las nuevas circunstancias. Vamos ahora a mencionar algunos de los obstáculos externos que tuvo que enfrentar.


5.4.1. Descristianización de algunos sectores de la sociedad

Un primer obstáculo importante fue la aparición de importantes masas de población que estaban, en la práctica, descristianizados. Si bien la inmensa mayoría de la población estaba bautizada, había muchos sectores que desconocían los rudimentos de la fe cristiana. Las causas que podemos encontrar son múltiples. En primer lugar, la extinción de los regulares (o religiosos) que, en muchos lugares, eran los que en realidad catequizaban al pueblo. Podemos añadir también la causa de la mala formación de los sacerdotes seculares, tanto en lo que se refiere a su falta de conocimientos adecuados para enseñar la doctrina católica, como a sus carencias morales que podían ser causa de escándalos. Pero esta realidad también se había dado en otros momentos de la historia de España, con la diferencia de que, en esas otras ocasiones, estaban los religiosos para suplir con las prédicas en monasterios y conventos, órdenes terciarias, misiones populares, y otros métodos de formación del pueblo.


Esta carencia se hizo sentir de manera más acusada en el levante y sur peninsular. Los ambientes rurales, que tradicionalmente habían constituido la reserva del catolicismo español, se veían cada vez más afectados por la irreligiosidad. La práctica religiosa era muy escasa, y teñida con mucha frecuencia de mero costumbrismo y superstición. El descenso en la práctica religiosa era aún más notorio entre la población masculina.


En las zonas más industrializadas, el problema afectaba sobre todo a las masas de obreros, la mayoría de ellos emigrados desde el campo. En los ambientes urbanos, donde las condiciones de vida de los asalariados eran muy precarias, faltaba el apoyo social para la religión que habían tenido en sus pueblos de origen (eso cuando no venían de un ambiente rural ya descristianizado), con lo que la práctica religiosa de estos trabajadores era también prácticamente nula. No era tanto el caso de las mujeres emigradas del campo a la ciudad, pues en muchas ocasiones su dedicación era el servicio doméstico, en el que las circunstancias eran más propicias para la práctica religiosa.


Se puede añadir también como causa de la descristianización la falta de sentido social de muchos de los católicos de clases sociales superiores, que no acabaron de ver la necesidad de hacer reformas en las estructuras. Limitaban su benevolencia hacia las clases desfavorecidas a una acción benéfica teñida de paternalismo, que no conectaba con las aspiraciones reales de las masas trabajadoras. Esta falta de comprensión de las necesidades reales de la situación afectó también en ocasiones a los pastores de la Iglesia.


Estas masas, entre las que además cundía el analfabetismo, eran presa fácil para la propaganda anticlerical liberal, y más adelante socialista o anarquista. Ambas tenían en común el presentar a la Iglesia como uno de los pilares del sistema injusto que los mantenía en la pobreza. En muchas ocasiones, los revolucionarios se servían del descontento de esas masas empobrecidas como un pasto seco en el que prendían fácilmente sus incitaciones a la rebelión contra el sistema establecido, para hacer avanzar sus propios fines políticos.


Ya hemos mencionado algunas iniciativas que se tomaron para hacer llegar el evangelio a esos grupos sociales, tales como los círculos obreros o las numerosas congregaciones y asociaciones laicas que se fundaron para la formación de las mujeres en situación desfavorecida. En los ambientes rurales, tras la restauración de los religiosos, también se trabajó por reavivar la fe y mejorar la formación mediante misiones populares. Un ejemplo de ello es el del padre jesuita Francisco Tarín (1847-1910), que recorrió los ambientes rurales de España, sobre todo Andalucía y Extremadura, predicando y promoviendo obras de culto y devoción, desde 1885 hasta su muerte, o el también jesuita Carlos Mazuelos (Verdoy Herranz 1998). Pero esas iniciativas no fueron suficientes para alcanzar a la totalidad de las masas descristianizadas rurales y urbanas.


Un ejemplo de los efectos de la descristianización de las masas obreras urbanas, y el anticlericalismo que cundía entre ellas, pudo verse durante la «Semana Trágica» de Barcelona, en julio de 1909. Una manifestación que se convertiría en huelga revolucionaria, y dirigiría su violencia principalmente contra las iglesias y conventos, con la quema de muchos de ellos, la destrucción de un importante patrimonio artístico y cultural, y el asesinato de algunos sacerdotes. Para aquél entonces, Barcelona se había convertido en un epicentro de anticlericalismo en España, en el que cundían las proclamas anarquistas y revolucionarias, como la famosa incitación de Alejandro Lerroux en 1897 a la destrucción de templos y la violencia sexual contra las novicias (Bárcena 2019, 418).


5.4.2. Obstáculos a las congregaciones religiosas y la enseñanza católica

A comienzos del siglo XX, la Iglesia había logrado una importante recuperación de las congregaciones religiosas. Esto se hacía especialmente notorio en el campo de la educación, en el que la Iglesia había puesto mucho empeño a todos los niveles, desde la educación más básica de las clases humildes hasta la enseñanza superior para aquellos que podían permitírselo. En esta última línea, fue especialmente destacado el esfuerzo llevado a cabo por la Compañía de Jesús, que aprovechando la libertad que tuvo en el último cuarto del XIX reorganizó con energía e ilusión sus centros educativos. La buena preparación de los religiosos, y su dedicación total a la tarea educativa sin requerir siquiera un sueldo, hacía que los centros de la Iglesia tuvieran un nivel inalcanzable para los centros estatales que, además de ser pocos, estaban mal dotados económicamente y carecían de una organización adecuada.


Cuando el partido liberal ascendió al poder en 1901, cundió entre ellos la preocupación de que la Iglesia, que prácticamente monopolizaba la educación de las clases altas, usara de ese medio para «reconquistar» la sociedad. Eso motivó que se tomasen algunas medidas para reducir la influencia de la Iglesia en la educación y en la vida pública. Casi de inmediato, promulgó una orden que exigía el registro de todas las asociaciones religiosas en el registro civil, basándose en la ley de asociaciones de 1887. Este acto fue interpretado por muchos como un intento de someter a las congregaciones religiosas al control estatal, poniendo en peligro su autonomía y, por ende, su misión educativa y evangelizadora. Ante este desafío, la Santa Sede, apoyada por el Episcopado y el partido conservador, se opuso firmemente a la medida. Este acto de resistencia llevó a negociaciones que culminaron en el acuerdo de 1904 con la Santa Sede. Este acuerdo permitió que las congregaciones religiosas mantuvieran su independencia. Se preservaba así su papel crucial en la educación y en la formación de una sociedad que, con un alto grado de analfabetismo y una carencia manifiesta de personas con buena cualificación, necesitaba de esa labor educativa que sólo la Iglesia estaba en condiciones de ofrecer.


La proliferación de órdenes religiosas llevó al gobierno liberal, en la persona de José Canalejas (uno de los exponentes más emblemáticos del anticlericalismo político del momento), a tomar otras medidas más directas contra ellas. La primera fue la ley de diciembre de 1910 que pasaría a conocerse como «ley del candado». Esta ley prohibió el establecimiento de nuevas órdenes religiosas en España por un periodo de dos años, sin el permiso expreso del gobierno. Las protestas de los católicos y de la Santa Sede no sirvieron para que se retirase. Para 1912, cuando la ley debía vencer, Canalejas preparó una prórroga que la mantuviese, pero su asesinato ese mismo año impidió que se llevara a efecto. Otras medidas llevadas a cabo contra la Iglesia durante estos años fue el recorte de la dotación para culto y clero, y la supresión de nombramientos de obispos desde 1910 hasta 1913 (Cárcel Ortí 2002, 137). Estas políticas anticlericales se correspondían con agitaciones y tumultos contra la Iglesia en las calles. La Iglesia, por su parte, dio muestras de una finísima diplomacia ante esta situación tan delicada, guiada por la clarividencia del cardenal español, secretario de estado vaticano, Merry del Val (1865-1930).


Tras el cambio de gobierno motivado por el asesinato de Canalejas, las tensiones entre el Gobierno y la Iglesia comenzaron a disiparse. El nuevo Gobierno de Romanones en 1913 marcó un período de relativa normalización, aunque la «cuestión religiosa» nunca desapareció por completo.


El gobierno provisional revirtió muchas disposiciones de los gobiernos moderados, que habían devuelto a la Iglesia algunos de sus derechos, suprimiendo órdenes religiosas e incautando bienes eclesiásticos entre otras cosas.


El matrimonio civil, que el gobierno provisional introdujo, fue rechazado por parte de la jerarquía eclesiástica y del pueblo.


La constitución de la I República contemplaba la total separación de Iglesia y Estado, pero no llegó a aplicarse.


5.5. Iglesia y Estado en la Restauración

Acabamos de mencionar algunas medidas legales que tomó el gobierno liberal en la primera década del siglo XX, referente a cuestiones religiosas. Mirando el conjunto de la Restauración, hubo un entendimiento razonablemente bueno entre la Iglesia y los gobiernos conservadores, no tanto con los gobiernos liberales. Vamos a seguir con la temática de las relaciones Iglesia-Estado en el periodo, fijándonos en algunos aspectos de particular relevancia.


5.5.1. La cuestión de la libertad de culto

La cuestión de la libertad de culto en España ha sido un tema de debate y evolución constante, especialmente desde el siglo XIX hasta principios del siglo XX. La postura de los gobiernos liberales viene bien ejemplificada por Segismundo Moret, un prominente político liberal que llegó a ser presidente del Gobierno, que en 1908 defendía la libertad religiosa como un elemento esencial para unificar a los partidos de izquierda en España (Cárcel Ortí 2002, 132). Pero, por otro lado, tanto la Constitución de 1875 como el Concordato de 1851 establecieron a la religión católica como la religión oficial del Estado, aunque no estaba claro que garantizasen una exclusividad perpetua.


Los diferentes gobiernos, a pesar de sus promesas iniciales de mantener la exclusividad del catolicismo, mostrarían cierta flexibilidad hacia otros cultos, impidiendo su propaganda pública, pero permitiendo que continuasen la actividad que habían iniciado en el sexenio. Aún dentro del partido liberal había tensiones en torno a la cuestión religiosa, entre una tendencia más conciliadora representada por el fundador Sagasta, y otra más agresiva contra la religión, representada por Canalejas. Estas tensiones se reflejarían en la crisis del partido a la muerte de Sagasta, en 1903, y finalmente sería la línea más anticatólica la que se impusiera. Cuando tuvo el poder, Canalejas buscó la secularización de la vida pública de diversas maneras, y con ese fin promovió leyes favorables a la libertad de culto, el matrimonio civil y la secularización de los cementerios.


En referencia a la libertad de culto, la Santa Sede se opuso a ella, considerándola un «principio infausto y falso» (Cárcel Ortí 2002, 134) que estaba en contraposición a los acuerdos previos con el Estado español, y que era contrario a la realidad española (donde las religiones no católicas apenas tenían presencia). No obstante, el Gobierno justificó su posición presentándola como una adaptación necesaria a los tiempos cambiantes y a las circunstancias de otras naciones, arguyendo además que la constitución de 1875 dejaba la puerta abierta a esa libertad.


5.5.2. Manifestaciones públicas de fe de la monarquía

El joven Alfonso XII, en diciembre de 1874, antes de ser proclamado rey de España, firmó un manifiesto que, redactado por Cánovas, sirvió de preludio y declaración de intenciones para la Restauración. En el llamado «Manifiesto de Sandhurst» se podía leer lo siguiente:
«Sea la que quiera mi propia suerte ni dejaré de ser buen español ni, como todos mis antepasados, buen católico, ni, como hombre del siglo, verdaderamente liberal» (Alfonso XII 1874).


Estas palabras serían programáticas en lo que se refiere al talante del régimen de la Restauración, que intentó compaginar la tradición española, el catolicismo la monarquía y el régimen constitucional liberal. De manera particular, reflejan lo que iba a ser la actitud de la monarquía que, siguiendo los pasos de Isabel II, procuró inclinar el peso de su autoridad en favor de la religión católica, aunque a veces se vio forzada a aprobar leyes que contrariaban a la Iglesia.


Fueron especialmente significativas algunas manifestaciones públicas de fe llevadas a cabo por Alfonso XIII, que tuvieron un gran impacto simbólico no sólo por los actos en sí, sino porque fueron llevados a cabo en el momento álgido de anticatolicismo del gobierno de Canalejas. En 1911, tuvo lugar el XXII Congreso Eucarístico Internacional en Madrid, un gran evento en el que se realizan diferentes actos de culto en torno a la presencia de Cristo en el sacramento de la Eucaristía. La familia real tomó parte muy activa en dicho congreso, con la Infanta Isabel como presidenta de la junta organizadora y otros miembros participando en diferentes actos. El propio rey, sorteando los obstáculos que el gobierno liberal quiso poner a su asistencia, estuvo presente en las ceremonias solemnes conclusivas del evento. Más aún, el Rey tomó la iniciativa de, aprovechando la ocasión que brindaba el congreso, realizar una serie de actos de consagración de España a Cristo en las semanas siguientes, en los que él mismo estuvo presente ofreciendo la nación a Dios e implorando su protección (Bárcena 2019, 435-37).


Estos actos públicos animarían a un grupo de personas destacadas dentro de la Iglesia, entre los que se encuentran algunos recientemente canonizados como la madre Maravillas de Jesús o el padre José María Rubio, a emprender una campaña para construir un gran monumento al Sagrado Corazón de Jesús en el centro geográfico de España, el conocido como «Cerro de los Ángeles» en Getafe. La campaña se financió enteramente por suscripción popular, y contó de nuevo con el apoyo de la familia real, así como del papa Benedicto XV. La inauguración del monumento tendría lugar en 1919, y de nuevo contó con la presencia solemne del Rey y la familia real. Fue el mismo Alfonso XIII el que leyó el texto de consagración de la nación, llevada a cabo al término de una misa que se celebró a los pies del monumento a Cristo, en cuyo pedestal se leía la frase «Reino en España». En las palabras leídas por Alfonso XIII se traslucían los principios fundamentales de la Doctrina Social de la Iglesia, situando las leyes e instituciones humanas bajo la autoridad divina, fuente de paz y progreso social, y pidiendo el reinado de Dios en los hogares, las aulas, las leyes y las instituciones patrias.


Estas manifestaciones tan explícitas de catolicismo en la esfera pública causaron una enorme agitación en los ambientes liberales. Agitación que se reflejó en airadas críticas desde los periódicos y las tribunas, acusando al monarca de querer sumir a España en un clericalismo propio de otros tiempos. Existe un testimonio indirecto, aceptado por algunos historiadores y rechazado por otros, que habla de una visita de una delegación de la Masonería a Alfonso XIII, en la que le presentaron ante la disyuntiva de aceptar una serie de puntos conducentes a la secularización de la vida pública española, o perder la monarquía, amenaza ante la que Alfonso XIII no habría cedido (Bárcena 2019, 443). Al margen de que este hecho acaeciera realmente o no, nos parece que no es necesario recurrir a él: las críticas hechas de manera pública en la prensa y los discursos, por parte de pensadores y políticos liberales y anticatólicos, reprochando a la monarquía sus actos públicos y oficiales de adhesión al catolicismo, nos parecen un argumento suficientemente sólido para afirmar que esa adhesión fue un factor clave entre los que motivarían la caída de la monarquía en 1931.


5.5.3. La Iglesia y la dictadura de Primo de Rivera

En un contexto de crisis social y política, la dictadura de Primo de Rivera fue inicialmente bien recibida por la Iglesia, que la consideró una oportunidad para restaurar el orden social y moral que se había deteriorado. Tengamos presente que, cuando el capitán general dio el golpe de estado en septiembre de 1923, apenas habían pasado dos meses desde el asesinato del arzobispo de Zaragoza, el Cardenal Soldevila, a manos de pistoleros anarquistas. Este fue solamente uno más de los episodios que se dieron en el ambiente de violencia social que se vivía.


La dictadura, a su vez, buscó estrechar lazos con la Iglesia, especialmente en el proceso de nombramiento de obispos. Se creó una comisión de obispos y sacerdotes para proponer candidatos idóneos para cargos eclesiásticos, limitando así la influencia de los políticos en estas cuestiones, influencia que la Iglesia aceptaba con resignación pero no con agrado. De este modo, la medida fue acogida con entusiasmo tanto por la jerarquía eclesiástica española como por la Santa Sede.


Sin embargo, la relación entre la Iglesia y el régimen de Primo de Rivera no fue siempre fluida (García-Villoslada et al. 1979, V:286-87). En Cataluña, por ejemplo, la dictadura enfrentó resistencia de parte de la clerecía local respecto al uso del catalán en la liturgia. No obstante, a pesar de esta tensión, la dictadura encontró apoyo en otros sectores católicos para mantener su posición, lo que le permitió adoptar una postura más fuerte en sus negociaciones con Roma.


Otro suceso problemático tuvo lugar hacia el final de la dictadura. Surgió una controversia en torno a una reforma del estatuto universitario que beneficiaría a las universidades eclesiásticas de María Cristina de El Escorial y de Deusto. La propuesta generó rechazo en las universidades estatales y finalmente fue abandonada. Este episodio mostró que, aunque la Iglesia había depositado grandes esperanzas en la dictadura, también había límites en lo que ciertos sectores estaban dispuestos a aceptar, en términos de influencia eclesiástica en la esfera pública de la sociedad.


Pero, en líneas generales, antes de que la Constitución de 1931 hiciera oficial la separación entre la Iglesia y el Estado, podemos decir que el último parlamento de la época de Alfonso XIII intentó promover una relación equilibrada y productiva entre las dos instituciones.


Los partidos liberales defendían la libertad religiosa como un elemento esencial de su política. Por otro lado, tanto la Constitución de 1875 como el Concordato de 1851 establecieron a la religión católica como la religión oficial del Estado, aunque no estaba claro que garantizasen una exclusividad perpetua. Esta disyuntiva era fuente de conflictos.


La monarquía de la Restauración realizó, en repetidas ocasiones, muestras de adhesión pública y oficial a la fe católica. Esto fue motivo de fuertes críticas desde ambientes liberales.


La dictadura de Primo de Rivera fue bien recibida por la Iglesia, y se procuró una relación equilibrada y productiva desde ambas partes.


5.6. Iniciativas católicas

Al hilo de nuestra caracterización de los diferentes pontificados del periodo en su relación con España, hablamos de algunas iniciativas importantes que tuvieron lugar en cada uno de esos pontificados. Vamos ahora a mencionar otras iniciativas, que tienen un carácter más transversal a lo largo de la Restauración.


5.6.1. Inquietud misionera

Dentro del contexto de la explosión fundacional y la restauración de las órdenes religiosas que tuvo lugar en la segunda mitad del XIX, jugó un papel importante el movimiento misionero. Si mencionábamos antes las misiones populares que llevaron a cabo sacerdotes predicadores en la España peninsular, añadimos ahora que, antes de que se produjera la emancipación de los territorios españoles de ultramar en 1898, las islas del Caribe y Filipinas recibieron también un gran número de sacerdotes misioneros que realizaron allí una amplia y abnegada labor. Esos territorios estuvieron menos afectados por las desamortizaciones y, de hecho, se permitió la permanencia de alguna casa en la Península para formar a los misioneros destinados a ellos.


Destaca especialmente la labor de los padres dominicos en Filipinas, tanto en la faceta evangelizadora como en la civilizadora y de promoción humana de las islas. Las Filipinas constituían una provincia dominica aparte, que aún perdura en nuestros días. Otro ejemplo es el trabajo de la Congregación de los Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María, fundados por San Antonio María Claret en 1849. Él mismo había sido misionero popular en las tierras catalanas, y más tarde obispo misionero en Cuba, antes de ser llamado para confesor de la Reina. La labor de los misioneros claretianos continuaría a lo largo de los siglos XIX y XX, tanto en la Península como en otros lugares del mundo.


5.6.2. Formación y espiritualidad

La piedad del pueblo se mantuvo bastante viva, aún en los periodos en los que había arreciado más la persecución religiosa. Ahora bien, se trataba de una piedad aún de corte barroco, muy afectiva y práctica, devocional y un tanto carente de formación intelectual profunda. Se refleja aquí esa pobreza doctrinal causada por la mala formación del clero y la extinción de los regulares. Prevalecía la devoción «sencilla, afectiva, humana, que viene de la baja Edad Media» (Jiménez Duque 1979, 417), de base franciscana en gran medida, si bien los frailes franciscanos ya no podían acompañarla.


Pero con el retorno de las órdenes religiosas en la Restauración, el panorama cambió un tanto. La mejor formación religiosa que recibían los jóvenes en los centros de enseñanza de las órdenes, así como las misiones populares, los ejercicios espirituales, los libros y folletos religiosos, etc., ayudaron a que la religiosidad del pueblo, sobre todo entre las clases medias y altas, fuese evolucionando hacia una piedad más instruida, menos romántica y más conforme al espíritu de la época.


Fueron muchas las iniciativas que podrían nombrarse aquí. Se crearon un gran número de asociaciones piadosas, que con frecuencia tenían también un carácter benéfico y/o apostólico. Por lo que se refiere a las congregaciones religiosas, a las tradicionales que ya estaban en España anteriormente y se restauraron en este periodo, y a las fundaciones propiamente españolas, vinieron a unirse un gran número de congregaciones fundadas en otros países, sobre todo Francia e Italia. La mayoría de las congregaciones fundadas en estos países a finales del XIX, que fueron muchas, establecieron alguna casa en España.


5.6.3. El feminismo católico y la Acción Católica de la Mujer

En las primeras décadas del siglo XX, la participación de la mujer en la vida pública, así como su acceso a la educación, distaba aún mucho de ser equiparable a la del varón. En lo que se refiere a la actividad política, esta realidad se daba tanto en los ámbitos más conservadores como en los liberales o socialistas. En este ambiente, se empezaron a fundar diferentes asociaciones encaminadas a lograr la equiparación de los derechos públicos de las mujeres con los de los hombres, tales como la Asociación Nacional de Mujeres Españolas, la Juventud Universitaria Femenina o la Sociedad Concepción Arenal. Estas asociaciones, sin bien contaban entre sus miembros muchas mujeres católicas, eran por lo general institucionalmente aconfesionales, y en ocasiones estaban incluso teñidas de una ideología laicista.


5.6.3.a. Pensamiento feminista católico
Por parte católica, en las dos primeras décadas del siglo tiene lugar una reflexión importante que busca conciliar la fe católica con los principios feministas, tomando como punto de partida la obra de Concepción Arenal. Destacó especialmente, por sus reflexiones feministas desde una óptica católica, la escritora Concepción Gimeno de Flaquer. Entre los teólogos que también emprendieron esta tarea, destacan el jesuita Julio Alarcón, el agustino Graciano Martínez, y el sacerdote secular Mariano Arboleya (González Miren 2018). Sus reflexiones partían de la afirmación bíblica de la igual dignidad del hombre y la mujer, así como sus diferencias y complementariedad. Insistían en rebatir a algunos autores contemporáneos que pretendían afirmar una menor capacidad intelectual en la mujer con respecto al hombre, que justificaría su menor participación en la vida política y cultural. Al mismo tiempo, siguiendo a Arenal y en sintonía con otras pensadoras católicas del siglo XX como Edith Stein, reflexionaban desde las diferencias entre hombres y mujeres sobre cuáles serían las tareas más apropiadas para cada uno de los sexos. En este sentido, la atribución de ciertos roles específicos podía estar en mayor o menor medida condicionada por la época, y no ser igual de válida para las circunstancias actuales. Pero lo importante es la afirmación de la igualdad en cuanto a dignidad y capacidades intelectuales de ambos sexos, que debe reflejarse en una igualdad de derechos políticos y sociales. Una evidencia que hoy tenemos muy asumida, pero por entonces era necesario defenderla.


5.6.3.b. La Acción Católica de la Mujer
En cuanto a las iniciativas de orden práctico, el gran proyecto en este ámbito fue la creación, en 1919, de la Acción Católica de la Mujer (Salas Larrazábal 2003). La idea era crear una institución en favor de la mujer que tuviese un carácter decididamente católico, a diferencia de las ya existentes que, como dijimos, oscilaban entre la aconfesionalidad y el laicismo. El principal promotor del proyecto fue el cardenal Guisasola, arzobispo de Toledo. Desde este momento, la ACM se convierte en un faro de feminismo cristiano, una respuesta a la necesidad de incorporar a la mujer en el Movimiento Social Católico de España. Desde su comienzo, estuvo apoyada por importantes personajes de la época, como el político Antonio Maura o la escritora Emilia Pardo Bazán.


La ACM no se limitó a ser una asociación de carácter piadoso o benéfico, como habían sido la mayoría de asociaciones de mujeres católicas hasta el momento. Fue una organización que buscó ir más allá, asumiendo como cometido la formación de la mujer en todos los ámbitos de la vida, desde lo laboral hasta lo espiritual. Se fomentó la educación y la sindicación femenina, y se debatió sobre el sufragio de la mujer. La ACM se convirtió en un espacio donde la mujer católica pudo ser tanto devota como activista social, sin que lo uno excluyera a lo otro.


El carácter nacional y federativo de la ACM permitió que sus iniciativas tuvieran un amplio alcance. Desde su primera asamblea en 1920, la organización se centró en mejorar las condiciones laborales de las mujeres, fomentar su educación y defender sus derechos. La ACM se convirtió en un puente entre la fe y la acción social, entre la Iglesia y la sociedad.


La ACM también se destacó por su capacidad para adaptarse a los tiempos. En una época en la que el feminismo secular ganaba terreno, la ACM ofreció una alternativa que no sacrificó la fe en el altar de la igualdad. Se abogó por el sufragio femenino y otras formas de intervención en la vida pública, pero siempre dentro de un marco que respetase la doctrina católica y las funciones propias de la mujer como madre y esposa. Se preocupaba también de denunciar la explotación de la mujer en el orden social y laboral. Sin embargo, la ACM no fue inmune a las tendencias de la Iglesia del tiempo. La Acción Católica Española, en consonancia con la fuerte vinculación hacia Roma que tenía la Iglesia española en general, seguía muy de cerca los pasos que el Papa iba marcando para la Acción Católica Italiana. Cuando el auge del fascismo hizo que se reformaran los estatutos de la AC en Italia, para orientarla más hacia fines propiamente apostólicos y espirituales y menos hacia los sociales y políticos, en España se siguieron los mismos pasos. De ese modo, aunque en sus primeros años la ACM se centró en cuestiones sociales y laborales, a partir de 1926 se replegaría más hacia el campo de la espiritualidad, la formación cristiana y el apostolado. Pero incluso en ese repliegue, la ACM siguió siendo un testimonio de la capacidad de la Iglesia para dialogar con el mundo, para encontrar un equilibrio entre la tradición y la modernidad.


La restauración de las órdenes religiosas trajo consigo un auge del afán misionero, tanto en lo que se refiere a misiones populares en la España peninsular, como a la evangelización y promoción humana en los territorios de ultramar.


Otro fruto del restablecimiento de los religiosos fue la mejora en la formación espiritual del pueblo cristiano, que dio lugar a una piedad más instruida, menos romántica y más conforme al espíritu de la época.


En las primeras décadas del siglo XX se trabajó por la promoción de los derechos de la mujer desde una óptica cristiana. Esto tuvo lugar en el ámbito del pensamiento, con escritoras como Concepción Gimeno y teólogos como Julio Alarcón, y en el ámbito práctico, con la creación en 1919 de la Acción Católica de la Mujer.


5.7. Pensamiento católico

Terminamos con unas breves menciones de algunos de los pensadores católicos más destacados de los años de la Restauración.


5.7.1 Menéndez Pelayo

El primer autor, de obligada mención, es Menéndez Pelayo (1856-1912).
En la historia de la intelectualidad española, pocos nombres resuenan con tanta fuerza y dignidad como el de Marcelino Menéndez Pelayo. Nacido en Santander en 1856 y fallecido en la misma ciudad en 1912, Menéndez Pelayo fue un faro luminoso en el oscuro panorama de una España que buscaba su identidad entre la tradición y la modernidad.
Primero y ante todo, Menéndez Pelayo fue un hombre de profunda fe católica. Su catolicismo no era una mera etiqueta, sino el núcleo que informaba toda su obra y pensamiento. Como bien apuntó Laín Entralgo, su catolicismo era su «más amplio y fundamental» modo de ser, un catolicismo que entendía como inseparable de su identidad española. En su juventud, ya alzaba su copa para brindar por «la fe católica, apostólica, romana» como la esencia y la inspiración de la cultura y la historia españolas (Valverde 1979, 534-35).


Menéndez Pelayo no solo fue un erudito, sino también un apasionado defensor de la cultura y la historia españolas. En una época en que muchos intelectuales se volcaban hacia corrientes extranjeras, él se erigía como un baluarte contra el olvido y la tergiversación de la riqueza intelectual y espiritual de España. Su obra Historia de los heterodoxos españoles es un testimonio de su profundo amor por la tradición católica y su influencia en la formación de la identidad nacional. Lo que distingue a Menéndez Pelayo de otros intelectuales de su tiempo es su apertura y su rigor científico. Rodeado de un espíritu en el que cundía un cierto fanatismo y división, entre «izquierda» y «derecha», católicos tradicionales e intelectuales krausistas, él supo elevarse por encima de las polémicas estériles para dedicarse a la verdadera ciencia. Su obra es un monumento a la erudición, abarcando campos tan diversos como la filología, la historia de la literatura, la filosofía y las ciencias políticas.


Menéndez Pelayo no fue un hombre estático; su pensamiento evolucionó desde las posturas vehementes de su juventud hacia una mayor moderación y tolerancia. A medida que maduraba, su obra reflejaba una mayor serenidad y equilibrio. Aunque nunca abandonó su fe católica ni su amor por España, aprendió a dialogar con corrientes intelectuales diversas, incluidas las no católicas y extranjeras, enriqueciendo así su propia perspectiva.


A pesar de su monumental contribución a la cultura española, Menéndez Pelayo ha sido a menudo malentendido o ignorado, tanto por el lado «progresista» como por el «conservador». Sin embargo, su legado perdura como un testimonio de lo que significa ser un intelectual católico y español en el sentido más profundo y auténtico. Es una muestra de cómo el amor y la pasión por la propia tradición cultural no están reñidos con el rigor científico. En una época de confusión y polarización, la vida y obra de Menéndez Pelayo nos ofrecen una visión integradora y elevada de la fe y la cultura, que sigue siendo profundamente relevante en nuestro tiempo.


5.7.2. El catolicismo en la generación del 98

La Generación del 98, ese conjunto de intelectuales que emergió en la España de fin de siglo, se presenta como un crisol de actitudes ante la Iglesia y el catolicismo que, aunque diversas, comparten una cierta distancia crítica. Este grupo, marcado por la crisis de 1898 tras la pérdida de las últimas colonias, se sumerge en una profunda reflexión sobre la identidad nacional y, por ende, sobre la Iglesia como institución intrínsecamente ligada a la historia de España. Criticaron la decadencia de España, atribuyéndola en parte al catolicismo, y abogaron por una «europeización» del país que, entre otras cosas, comportaba la aceptación de los principios liberales y secularistas que regían otras naciones europeas.


Al mirar el conjunto de sus obras, se revela una complejidad en la relación de estos escritores con la Iglesia. Por un lado, se observa un laicismo marcado y una crítica a la influencia eclesiástica en la política y la educación. En esto son deudores del espíritu laicista de la Institución Libre de Enseñanza, la cual formó a muchos de los escritores de la generación del 98 e influyó decisivamente en los otros. Las lecturas comunes en estos autores, imbuidos en gran medida de la filosofía nietzscheana y el positivismo de moda en Europa, los inclinaban inevitablemente hacia un rechazo de la religión. Rechazo que no se trata de mero anticlericalismo, en el sentido de crítica a ciertas formas anticuadas y ampulosas de manifestación de la fe, sino de algo más profundo, una dificultad para aceptar el hecho de la revelación cristiana, en línea con el deísmo ilustrado y panteísta que imperaba en el pensamiento krausista de la Institución Libre de Enseñanza.


Por otro lado, se nota una cierta fascinación por elementos propios de la tradición religiosa católica, como por ejemplo la figura del sacerdote, aunque a menudo teñida de crítica y estereotipo. Y también una lucha, en algunos autores, entre el deseo de la fe y el rechazo de ella. Unamuno, quizás el más complejo de todos en su relación con la fe, encarna una vivencia «agónica» del cristianismo (Valverde 1979, 489). Su búsqueda espiritual se realiza en un terreno de conflicto entre la razón que rechaza la fe y el corazón que quiere aceptarla, entre la Iglesia institucional y la religiosidad personal. No es anticlerical en el sentido estricto, pero sí crítico con una Iglesia que ve como anquilosada, al mismo tiempo que evidencia una sincera e intensa búsqueda religiosa. Baroja, por su parte, muestra un talante más anárquico. Su crítica a la Iglesia se inscribe en una crítica más amplia a todas las instituciones y estructuras de poder. No es tanto la religión lo que le causa rechazo, sino la institucionalización de la misma.


En resumen, la Generación del 98 no presenta un pensamiento monolítico en lo que tiene que ver con el catolicismo y la Iglesia. Lo que sí comparten es una actitud de cuestionamiento y revisión crítica, una necesidad de redefinir la relación entre la fe y la identidad nacional en un momento de crisis profunda. Y aunque algunos puedan ver en esto un alejamiento de la Iglesia, quizás podría verse también como un llamado a la renovación y al diálogo, un anhelo, en última instancia, de encontrar en la fe y en la Iglesia respuestas a las preguntas eternas que agitaban sus inquietas almas. Por otro lado, también es cierto que los escritores de la generación del 98 eran más dados a la crítica generalizada que a la proposición de soluciones reales. Su afán renovador no cristalizó en proposiciones de cómo esa renovación podría llevarse a cabo, en lo que se refiere a la relación entre la fe católica y los nuevos desafíos sociales de la España del siglo XX.


5.7.3. Otras corrientes importantes

Por último, queríamos mencionar un par de corrientes de pensamiento importantes de finales del XIX, y a sus principales representantes.


La primera es el renacimiento de la filosofía escolástico-tomista. Su precursor fue el padre dominico Ceferino González (1831-1894), que empezó a publicar en la década de 1860. De este modo, creó un ambiente propicio para que hallase eco la encíclica Aeterni Patris escrita por León XIII en 1879 con el fin de promover los estudios de la filosofía y teología de Santo Tomás de Aquino. De este modo, la renovación intelectual en la que, como dijimos antes, intervinieron sobre todo los dominicos, jesuitas y agustinos, dio lugar a un número importante de obras de carácter neoescolástico. Estas obras tuvieron el mérito de animar intelectualmente los renovados centros de estudios teológicos que aparecieron en el pontificado de León XIII, si bien es cierto que les faltó un tanto de creatividad y capacidad de diálogo con su tiempo. De este renacimiento tomista surgiría un importante autor espiritual, el dominico Juan G. Arintero (1860-1928), cuya obra daría pie a un encendido debate en torno a la naturaleza de la ascética y la mística cristiana, que caracterizaría la teología espiritual española de comienzos del siglo XX.


La otra es el pensamiento católico integrista, representado sobre todo en la figura del sacerdote de Sabadell Félix Sardá y Salvany (1831-1916). Se caracterizó por ser el principal ideólogo de la tendencia teológica, filosófica y política que dio en llamarse «integrista». Sus escritos tenían un carácter fuertemente apologético y popular, con títulos muy incisivos y no carentes de un cierto gracejo. Su obra más difundida, El liberalismo es pecado (1884), alcanzaría gran difusión e influiría en el pensamiento de muchos católicos españoles de finales de siglo. Su tesis principal era que, si bien las formas políticas creadas por el liberalismo podrían en teoría ser aceptables, en la práctica iban siempre acompañadas de los principios del liberalismo filosófico, con lo que debían ser rechazadas de pleno. En el momento en el que apareció, su doctrina estaba en plena sintonía con lo que la Iglesia había enseñado, particularmente con el Syllabus de Pío IX. Ahora bien, en 1888 León XIII publicaría Libertas Praestantissimum, en la que abría la puerta a los católicos a la colaboración política en los regímenes liberales siempre que rechazaran los principios filosóficos. Este hecho, unido al daño que estaban haciendo las polémicas entre los católicos españoles, motivó que Sardá y Salvany moderase sus posturas hacia otras más conciliadoras, como se manifestó en el artículo ¡Alto el fuego! de 1896.


Marcelino Menéndez Pelayo destacó por su profunda fe católica y su apasionada defensa de la cultura y la historia españolas, abogando por un enfoque riguroso y abierto en la erudición, y cuyo legado ofrece una visión integradora de la fe y la cultura en tiempos de polarización..


La Generación del 98, influida por la Institución Libre de Enseñanza, mantuvo una relación compleja y crítica con la Iglesia y el catolicismo, cuestionando su papel en la identidad nacional de España y abogando por una «europeización» que incluyera principios liberales y secularistas, a la vez que algunos manifestaban inquietud y búsqueda religiosa.


A finales del siglo XIX, destacan el renacimiento tomista representado por Ceferino González y el integrismo católico representado por Félix Sardá y Salvany.


5.8. Referencias bibliográficas

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